“No me gusta nada gratis”, dice ella. Una sonrisa se dibuja en su rostro, pero su mirada se mantiene firme.
Con su cabello oscuro recogido en un peinado de chongo, y sus labios pintados de un color rojo cereza. Cuatro de siete perforaciones en su oreja derecha tienen aretes, y otro está colocado al centro de su labio inferior.
“¿Cómo me puedo comer algo si no me lo gano?”
Mariluz Rangel-Huerta se contesta ella misma: fue por sus hijos. Por sus hijos, buscó el sueño americano—un futuro más prometedor con mejores oportunidades. Para hacer [este sueño] realidad en sus hijos, dejó todo lo que conocía de su vida en México.
“En aquellos tiempos era fácil”, dice riendose. “Solo súbela y entra”. Mariluz levanta una cortina invisible y se agacha debajo de ella.
Ahora es una abuela, y está lejos de sus orígenes en la Ciudad de México: sin embargo, no lo suficientemente lejos para dejar atrás el apodo que originó allá. Su nombre es Mariluz—pero casi todos le dicen Flaca por ser delgada y bonita.
El polvo color canela del Sur de Tucson pasa suavemente alrededor de las patas de su silla—un sillón grande y acolchonado blanqueado y deteriorado por la constante luz del sol; el resultado de estar afuera todo el día, todos los días. Los pájaros cantan desde las palmeras. Los motores de camionetas viejas rugen por toda la calle, el zumbido familiar de los años 60 de la era de fuerza americana en sus gargantas. Tendederos rodean a los patios descoloridos del vecindario.
Algunos metros de allí, una fila de gente se extiende desde una casa pequeña hasta la acera. La casa es Casa María Soup Kitchen (Comedor Comunitario Casa Maria), y Flaca tiene más de
23 años viniendo aquí, tanto para hacer fila como trabajar atrás del mostrador como voluntaria.
“Me gusta trabajar por las cosas”, expresa. “Me gusta poner la comida en la mesa y decir, ‘trabajo por ella’”.
Flaca forma parte de una cantidad de estadounidenses cada vez mayor conocidos como los trabajadores pobres: la gente que trabaja tiempo completo, pero aun así viven por debajo del umbral de pobreza.
Ellos son las personas que hacen sus hamburguesas, embolsan su mandado y lo saludan por detrás del mostrador en la gasolinera. Y esta mañana, varios de ellos esperan en la fila que se extiende por toda la acera.
En el año 2000, la Secretaría del Trabajo de los Estados Unidos estimó que hay 6.4 millones de trabajadores pobres, y para el 2010 esa cantidad se elevó hasta 10.6 millones. Una vida de salarios mínimos mantiene el sueño americano fuera del alcance de muchos de estos trabajadores. Por toda la nación la gente ha demandado un cambio, entre ellos el presidente Barack Obama, quien apoyó la cuestión de un salario mínimo más alto en una conferencia de gobernadores a principios de marzo.
El llamado por un salario mínimo más alto se llevó a cabo no solo por el Presidente Obama, sino también por medio de un movimiento que tuvo sus inicios en las cocinas grasosas de los restaurantes de comida rápida favoritos de los EE.UU. Ahora ese movimiento se trasladó a las calles de Nueva York, Washington D.C., Chicago, Detroit y aquí mismo en Tucson. La iniciativa local inició cuando un grupo de manifestantes protestaron afuera del McDonald’s ubicado en la interseccion de Speedway Boulevard y Alvernon Way a inicios de diciembre. Los manifestantes exigían un aumento del salario mínimo a 15 dólares la hora.
“Para la comunidad de Tucson… en realidad se necesita un salario de 22 dólares la hora para sobrevivir”, comenta Maya Castillo, la presidenta del Sindicato Internacional para Empleados del Sector de Servicio (conocido como SEIU por sus siglas en inglés), Local 48 en Arizona. “Y eso es nada más, pagar la renta, comprar el mandado y no estar recibiendo asistencia pública”.
El sindicato desempeñó un papel fundamental en la organización de la manifestación en diciembre, demostrando la desigualdad cada vez mayor entre el salario mínimo por hora, el cual es de $7.90 en Arizona, y la cantidad mínima necesaria para vivir en Tucson, la cual es alrededor de $22.14 para un trabajador de tiempo completo y con un hijo, de acuerdo con la Calculadora de Presupuesto Familiar del Instituto de Política Económica.
Un perro callejero cubierto de arena, pasea y olfatea los pies de la Flaca, buscando sobras. El pelo en su espalda es grueso como fibras de escoba, la brisa del desierto no se lo mueve ni un centímetro. La Flaca lo mira, y continúa con su quehacer.
“¡Ahora yo no soy una mamá, soy un papá! Siendo una inmigrante y madre soltera de tres, la vida americana de la Flaca ha consistido en trabajos de salario mínimo, haciéndola de madre y de padre, se quiebra el alma trabajando todos los días para sobrevivir en este caótico mundo nuevo. Con una mueca en su rostro recuerda hablarles a sus hijos sobre el sida, el embarazo y los condones, imitando un movimiento como desenrollado algo en el aire. “¡No, nunca confíen en las muchachas, nunca!
Y luego están los recibos. Recibos, recibos, y más recibos. Usualmente la dejan con $25 para sobrev
ivir y mantener a su familia hasta el siguiente cheque de pago. Recuerda que nunca hubo más que lo necesario, incluso cuando tenía la suerte de que le aumentarán el sueldo.
“El gobierno te da 10 centavos más, ¿okey? Un aumento de 10 centavos. Pero al día siguiente vas a la tienda y la leche cuesta 25 centavos más, las tortillas, lo básico, cuesta más”.
Hoy en día, aún trabaja en restaurantes de comida rápida, y el trabajo no es más fácil.
Con básicamente el mismo salario, y sus empleadores recortándole las horas de trabajo a 30 horas por semana, dos trabajos es la única opción para la Flaca. Trabaja en Carl’s Jr. y Wendy’s.
Cesar Aguirre, compañero voluntario de Casa Maria, desafortunadamente, no está sorprendido de la situación de la Flaca.
“El empleo de tiempo completo aquí en este vecindario es casi inexistente. Todos con los que platico tienen trabajo de medio tiempo y usualmente tienen dos trabajos”, comenta Aguirre. “El problema es que estas personas están trabajando pero aun así no ganan lo suficiente como para dejar la ayuda gubernamental”.
Mientras que los trabajadores de comida rápida apenas sobreviven, muchas empresas de comida rápida y sus presidentes ejecutivos disfrutan de grandes ganancias y enormes beneficios. En los últimos años fiscales en medio de una recesión, McDonald’s reportó un crecimiento de los beneficios del 130 por ciento. Y le pagó $4.1 millones de dólares a su más alto ejecutivo.
Estos beneficios no están llegando más allá de los presidentes ejecutivos, dice Todd Stewart, propietario de numerosas franquicias Kentucky Fried Chicken por todo Arizona (y el antiguo propietario de unos pocos aquí en Tucson también). Aumentar el salario mínimo de la nada a $15 sería “catastrófico” en su opinión, pondría a innumerables propietarios de pequeñas empresas fuera del negocio instantáneamente.
“Los márgenes son muy escasos en la comida rápida, porque es muy competitivo”, expresa Stewart. Añade que con los bancos teniendo préstamos a largo plazo de muchos pequeños negocios de franquicias, los mismos propietarios no son libres para maniobrar con los precios o los salarios por temor a los bancos que les recuerdan de estos préstamos, y con el poder de sacarlos del negocio.
Como dice Maya Castillo, “El único que va ganando en esto son las corporaciones … Ahí es donde va el dinero. Se va a los bolsillos del uno por ciento y eso es todo”.
Aparecen arrugas alrededor de los ojos de la Flaca mientras sonríe en el patio de Casa Maria. Sus ojos son calidos, su felicidad contagiosa. El sol en la cima a lo lejos y la fila de gente en la acera se ha dispersado. Ella se ríe de lo que dice a continuación, como si fuera una broma, pero verdaderamente se siente orgullosa. Sus ojos lo dicen todo.
“Mis hijos dicen, ‘Eres la mejor madre del mundo'”. Ella sonríe una vez más. “Eso me hace sentir que todo está bien, ¿sabes?