Por Emily Ellis
El Independiente
Traducido por Hiriana N. Gallegos
Todos los domingos los residentes de Nahuala, Guatemala, caminan silenciosamente mediante la neblina pálida del amanecer a la iglesia blanca que está en medio de su pueblito. Las mujeres van a las bancas de la derecha. Sus cabezas están cubiertas con mantones coloridos tejidos a mano. Algunas tienen a bebés bostezando amarrados en sus espaldas con tiras de tela. Los hombres van a la izquierda, donde las bancas están mucho más vacías. El padre siempre empieza la misa de la misma manera. Lee una lista de nombres en K’iche Maya, un idioma que, aunque se habla en una sección pequeña de un país del tamaño de Tennessee, se ha convertido en el decimoséptimo idioma más hablado en los tribunales de inmigración estadounidenses. Las mujeres se arrodillan con los ojos cerrados, mientras que sus hijos se estremecen en las bancas duras, jalándose la ropa tiesa de misa.
“Oremos por nuestros hijos y hermanos que están cruzando a los Estados Unidos. Dios bendiga y preserve a Roberto Ixma. Dios bendiga y preserve a Daniel Tobar. Dios bendiga y preserve…”
Esta semana, nombra a dieciséis hombres. Unos desvanecerán dentro del Desierto de Sonora. Algunos sobrevivirán la jornada brutal a través de las 2,500 millas de México, pasando incógnitamente por la migra que patrulla la frontera de Arizona. Se subirán a los autobuses Greyhound camino a Nueva York y a Los Ángeles y desaparecerán en las ciudades más grandes de Estados Unidos, regresando a Guatemala varios años después. Una vez que paguen los miles de dólares que les deben a sus coyotes y hayan ganado lo suficiente para sustentar a sus familias. Algunos serán detenidos en la frontera y enviados de regreso, solo para volver a intentar otro año.
“Lo peor [acerca de la inmigración] es que separa a las familias”, dice Manuel Tahay, el alcalde de Nahuala. Después de que se termina la misa, él se detiene para ver salir a la congregación en fila hacia la luz del sol creciente y que se entretiene alrededor de los escalones de la iglesia para comparar un tazón de arroz con leche caliente. “Creo que si las personas en los Estados Unidos supieran cuanto hiere a nuestra comunidad, tal vez cambiarían las leyes, facilitaran el poder trabajar. Si solo supieran que no nos queremos quedar ahí para siempre. Preferimos quedarnos aquí. Pero no hay trabajos. Las personas sienten que no tienen opción”.
El Cuerpo y El Corazón
Los guatemaltecos forman una parte significante de la población de inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos. Aproximadamente, 100,000 guatemaltecos intentan cruzar a Estados Unidos cada año, y más de la mitad son personas indígenas de áreas rurales, de acuerdo con un reportaje de la Universidad de San Carlos. En este país que aún está paralizado económicamente debido a una guerra civil de 36 años, la persona Maya promedio en Guatemala gana menos de $1.50 trabajando en el servicio o en trabajos de agricultura. Muchos ven la inmigración como la manera única de escapar la pobreza y de poder proveer la educación adecuada, albergue y cuidados de la salud para sus familias. Sin embargo, para una comunidad indígena muy unida, intentar honrar las creencias propias de su cultura, en un país nuevo y hostil es una tarea emocionalmente desalentadora.
Manuel Ortiz, un hombre Maya de habla K’iche, quien regularmente sirve como voluntario para ayudar a los guatemaltecos indígenas que cruzan a Arizona, sabe cómo se vive con el cuerpo y el corazón en dos mundos distintos.
“Aquí es donde estamos ahora”, dice con simplicidad, gesticulando alrededor de su sala pequeña y obscura en el norte de Tucson.
Ortiz emigró de su comunidad en Totonicapán, una media hora al sur de Nahuala, en 1993, buscando asilo durante la guerra civil guatemalteca. Ha permanecido en Arizona desde entonces. “Pero no es casa”, agrega. Su esposa, Catarina, asienta con la cabeza. “Pienso en mi comunidad todos los días”, continúa Manuel. “La comida, mi idioma, las montañas. Para una persona indígena, ese es el único hogar”.
El Exterior
Sebastián Quinac alza la mano. En el Historic Y de Tucson, un psicólogo da una plática acerca de los abusos cometidos contra las mujeres mayas ixiles durante la guerra civil guatemalteca. Quinac, el coordinador de difusión en el consulado guatemalteco, ayudó a organizar el evento. Había una pregunta de la audiencia acerca de la definición indígena de la justicia.
“Si me permiten”, comienza Quinac, “para las personas Mayas, la justicia es pagar por un delito o un pecado que existe. Hasta que haya retribución, esté mal nunca desaparece. La justicia es pagar por lo que nos deben, por lo que nos hicieron”, expresa Quinac.
Quinac sabe algo acerca de la justicia. Al principio de los 1980s, después que el General Rios Montt de la derecha tomó el control del gobierno en un sangriento golpe de estado, muchas personas Mayas fueron acusadas de sentimientos antigubernamentales y contrainsurgencia. Quinac, un hablante Kachiquel de Chimaltenango, era uno de ellos. Huyó a Arizona en 1983 después de recibir varias amenazas de muerte. Ahora viaja a lo largo de todo el estado traduciendo en los centros de detención y los tribunales de inmigración, al igual que la organización de eventos culturales para el consulado.
“Es una experiencia traumática para una persona Maya venir al exterior”, agrega. “En muchos de los casos, vienen de una comunidad pequeña con una cultura muy propia y una relación profunda con la naturaleza. Es un gran cambio para una persona Maya dejar estas costumbres, esta manera de ser humano”.
Los guatemaltecos indígenas tienen un largo historial de emigrar a los Estados Unidos. Cuando Quinac y Manuel Ortiz huyeron de su país destrozado por la guerra en los años 80 y 90, eran considerados refugiados políticos por el gobierno estadounidense. Sin embargo, en los años 2000, las políticas de inmigración estrictas previenen que los inmigrantes determinados económicamente reciban visas temporales para trabajar. No obstante, el porcentaje de los inmigrantes guatemaltecos en los Estados Unidos ha incrementado por 497 por ciento desde 1990, de acuerdo con un reporte de la Política de Inmigración.
“El riesgo, el gasto – no parece que valga la pena”, suspira Ila Abernathy. Ella dirige el proyecto de St. Michael’s and All Angel’s Guatemala Project, una organización de Tucson que manda misiones humanitarias a comunidades en zonas rurales de Guatemala. Aunque la organización se enfoca en los cuidados de salud, Abernathy frecuentemente intenta detener a los hombres guatemaltecos de emigrar a los Estados Unidos. “Les digo, ‘vivo cerca de la frontera, veo los monumentos para los muertos a lo largo de la frontera. Pero ellos creen que si vienen a Los Estados Unidos y trabajan pueden proporcionarles vivienda y educación a sus familias”, comparte ella.
Esta ideología lleva a miles de inmigrantes a través de la frontera de Estados Unidos con México cada año. Hay varios programas en Tucson que se han puesto en acción para ayudarlos, incluyendo Alitas, en donde Sebastian Quinac y los Ortiz ofrecen sus servicios de traducción. Una parte de los Servicios Católicos de la Comunidad, Alitas fue fundado en respuesta a la afluencia de menores no acompañados de Centroamérica en el 2014. Hoy en día, el programa ayuda a las mujeres y menores de Centroamérica – muchos de ellos son de Guatemala – para que se reúnan con sus esposos y padres en otras partes del país.
“Es muy alentador para estas personas que tengamos voluntarios que hablen sus idiomas”, comenta Sydney Tuller, coordinadora voluntaria para Alitas. “Vienen con nosotros con tanto temor, y el tener a personas aquí en Tucson que saben por lo que han pasado no tiene precio”.
A pesar que Quinac sabe lo que es tener miedo, cree que es importante para los Mayas tener orgullo en su cultura, sin importar en dónde están. “Para los Mayas, es una vergüenza hablar su idioma o vestir con la ropa tradicional aquí en los Estados Unidos”, menciona. “Pero es importante tener orgullo en nuestra identidad. Tenemos que acordarnos quienes somos o corremos el riesgo de perdernos a nosotros mismos”.
El Hogar
Aún después de 30 años, los Ortiz no están completamente en su hogar en Arizona. Muchos de sus familiares viven fuera del estado o en Guatemala. Manuel casi se retira de su negocio de paisajismo, y dice que muchos días, ni él ni su esposa salen de la casa.
“Nadie lo dice, pero conozco a personas que han muerto no de la cruzada del desierto, pero del estrés de vivir aquí”, agrega silenciosamente. “Para una persona Maya, estar tan lejos de la familia por tanto tiempo – es fácil empezar a beber, deprimirse”.
Para combatir la nostalgia, los Ortiz hacen un esfuerzo para conectarse con otros guatemaltecos viviendo en Tucson, organizando cenas y juegos de fútbol.
“Somos un pequeño grupo aquí, pero me encantan las fiestas”, se ríe Catarina. “¡Y me puedo poner mi huipil! Siempre se siente maravilloso cuando me lo pongo”.
Hay una pausa larga y Manuel quita los ojos de su teléfono. “Intento encontrar la estación Nahuala”, explica apenado.
La estación Nahuala es la única estación de radio en Guatemala con el idioma K’iche. “Intentamos escucharla todos los días, pero algunas veces no tenemos señal”, agrega Catarina.
“¡Aquí está!” dice Manuel, poniendo el teléfono exitosamente en la mesa de centro. Los sonidos del coro, suavizado por las interferencias, se escucha en las bocinas: Manuel explica que están transmitiendo una misa de la iglesia de Nahuala. Catarina y Manuel se sientan en silencio en donde las voces distantes llenan la sala, viendo un punto más allá de las paredes oscuras: una iglesia blanca, montañas cubiertas de neblina, lo que le llaman hogar.